Revisitando mi infancia
Mi nombre es Alfred Oryem. Ahora soy una persona adulta. Pero durante mi infancia sufrí graves daños que casi llegaron a alterar mi destino. Se convirtieron en parte de mi vida, y conscientemente o no aprendí a aceptarlos como una parte normal de la sociedad.
Después de todo, no era el único niño que pasaba por tantas dificultades en la vida. Era sólo una gota en el océano, así que no importaba y a nadie le preocupaba. Vi a mi hermano abandonar la escuela y luego vender su alma al alcohol. Éramos huérfanos, y nadie se molestó en prestarnos atención.
La Familia es sólo una palabra para mí, una palabra que se emplea para describir un lugar donde las personas se relacionan entre sí a través de su linaje. Decidí olvidarme del amor, del afecto y centrar mis instintos en la supervivencia. Empecé vendiendo en las calles de Gulu (Uganda) a mujeres y hombres de negocios, y con la ayuda de mi buen tío conseguí ir a la escuela.
Nunca se me ha ofrecido la oportunidad de volver a explorar los recuerdos de mis primeros días sobre la tierra, excepto en un taller de familias liderado por Chuck Esser (La Persona de Referencia Internacional de la Comunidad de RC para el Trabajo de Familias) en Kampala, Uganda, el año pasado. Yo estaba allí como una persona aliada, y mientras veía a las niñas y niños jugar e interactuar con las personas adultas, me di cuenta de que algunas de ellas eran como yo, mientras que otras eran “diferentes”. Estas personas “diferentes” se sentían felices, seguras de sí mismas y no tenían miedo a intentar cosas nuevas o a cometer errores. Se relacionaban con sus madres y padres como si fueran sus mejores amigas y amigos. Si lo que yo había pasado era algo común, entonces, ¿qué podría ser todo esto?
Llegó el momento de que nosotras, las personas adultas, diésemos “Tiempo Especial” a las niñas y niños. Mientras la gente estaba ocupada eligiendo a las niñas y niños concretos para jugar, yo sin embargo me quedé quieto. No quería avergonzarme, no sabía si podría darles lo que ellas y ellos necesitaban.
Mientras pensaba en mi siguiente paso, llegó B— corriendo. Vino directamente a mí y me abrazó. Mi cabeza se quedó en blanco por un momento, porque sabía que ese peligro ya se había acercado a mi puerta.
Me cogió de la mano y bajamos corriendo. !Imagínate a un niño como él! ¿En mi infancia tuve acaso tiempo para jugar con niños y niñas de mi edad? La respuesta es rotundamente no. Pero aquí estaba B—. Se apresuraba a ir al columpio porque no quería que otras niñas llegaran antes que él.
Desde el principio, B— fue el que decidía y yo le seguía, impotente, deseando que la sesión terminara pronto. ¿Cómo voy a soportarlo hasta el final? Se supone que ningún niño o niña debe dirigir a las personas mayores. Pero B— me decía el ritmo al que quería ser balanceado, cuándo tomarse un descanso y cuándo a pesar de su peso debía de sostenerlo. Desde columpiarse, hasta correr, bailar o beber agua (lo que, por cierto, me ordenó específicamente que se lo sirvieran en un vaso), hice de todo con B—.
B— tenía más o menos unos cinco años, y el verse derrotado le afectó de una manera muy visible (no le gusto nada verse derrotado). Todo lo que él quería era ganar.
Cuando nos reunimos con el resto de las niñas y niños en los jardines después de nuestro “maratón”, B— y yo participamos en una competición de atletismo. Cada persona adulta compitió con otra persona del “Tiempo Especial”. No quería lastimar a otra niña , así que la dejé ganar la carrera. Pero mi contrincante no tenía eso en su mente. Cuando B— se cayó durante la carrera, fue vencido por la persona aliada que le estaba dando ese” Tiempo Especial” a su hermano .
En ese momento, al ver a B— triste, supe que tenía que encontrar una manera de inspirarlo.
“B— tienes que correr de nuevo y ganar”, le dije.
“No”, contestó.
“Sí, vamos, tú puedes hacerlo”.
“De acuerdo”.
Así que asumimos otro desafío. Esta vez iba y venía con varios niños. Rápidamente se olvidó de la derrota y parecía disfrutar de la compañía de los demás.
Entonces llegó el momento de vendarse los ojos y patear un balón. El animador no se fijó en B— cuando él se ofreció a aceptar el desafío, así que seguí llamando su atención. Finalmente, cuando los demás habían probado suerte y fallado, B— ganó el juego. “¡Mi hermano ha ganado!”, gritó el hermano de B— , y todos nos alegramos.
“Debes de estar muy cansado, B—”, le dije. Él respondió: “Sí. ¿Crees que ha sido fácil lanzar la pelota? Tuve un súper sentido. Ahora quiero agua de nuevo.” Así que tomamos algunas cosas y volvimos al restaurante. B— me preguntaba de dónde era, si tenía madre, si había dado a luz, o si yo tenía mis propios hijos e hijas, y muchas otras preguntas. Durante todo este tiempo lo llevaba sobre mis hombros mientras salíamos a buscar agua.
Al final del día, el joven B— tenía una historia que contar: “Papá, este hombre me compró agua. Tuve un súper sentido. Puedo sentir cualquier cosa.” Y su papá, muy orgulloso, lo felicitó y me preguntó cómo había podido llevarlo a hombros, porque “todo el mundo en casa lo llama “el Gran B— ”.
Pero yo no estaba preocupado por eso. Sólo pensaba en lo bien que nos lo habíamos pasado y en esa experiencia tan inusual. Se trataba de divertirse, como dijo B— después a la clase. Al final, eso es lo que realmente importa a su edad: jugar, ser feliz y ser un campeón en todo momento. No sé qué habría sido de mí si hubiera tenido tal experiencia en mi infancia.
Chuck Esser y Pamela Haines (Pamela Haines es la Persona de Referencia en Filadelfia, Pensilvania, EE.UU.; ella y Chuck Esser son pareja y están casados) conocen el tipo de batalla interior a la que me enfrento, y no me dejaron volver a mi ciudad natal sin prestarme la atención que merecía. No supe cómo mi niñez había afectado a mi capacidad de elegir lo que quería, hasta que Pamela me invitó a que le hiciera algunas peticiones a Naume, la Persona Alernativa de Referencia de mi área y mi co-escucha preferida.
No pude hacerlo. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo me voy a atrever a hacer algunas peticiones a la gente? Era ridículo. Involuntariamente enterré mi cara en mis manos mientras trataba de hacerlo. Las lágrimas empezaron a fluir. No tenía sentido empezar a hacer peticiones a la edad de veintiocho años, cuando la gente me había estado haciendo un gran favor al mantenerme durante toda la vida. Venga! ¿Y si me perciben como un desagradecido?
Pero B— había hecho sus peticiones, y yo no pensaba que por eso él fuera un desagradecido. ¿No debería sentirme tan seguro y orgulloso como B— y decirle a todo el mundo a quien le importa escuchar que tengo “un super sentido”? Simplemente no lo sé.
No sé por qué duele pensar en todo esto. No sé por qué lloro. Si lo que pasó en mi infancia fue algo normal, ¿por qué me traicionan mis lágrimas?
Tal vez porque mi infancia la pasé en un campo de batalla. Tal vez los delitos cometidos en ese campo de batalla deberían ser enterrados allí y nadie debería oír hablar más de ellos. Pero dejemos que RC investigue estos delitos. Estoy seguro de que se hará justicia.
Gulu, Norte de Uganda
Título original del artículo: “Revisiting My Childhood”
Traducción: Fermín Porras en Euskal Herria/País Vasco